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Lavado cerebral del maltrato

Sindrome de la mujer maltratada

Sometimiento

En el caso de la agresión a la mujer el análisis demuestra que en el componente instrumental no existe un objetivo concreto ni delimitado, existiendo una gran desproporción entre la conducta en sí y el resultado respecto a los motivos que la desencadenan o a los objetivos que pretenden conseguir, que finalmente demuestran que sólo pretenden mantener la posición de superioridad el hombre y al subordinación de la mujer

Quizá no sea el momento de profundizar sobre aspectos más propios de la sociología y de la antropología, a pesar de que tengan una influencia directa sobre la persona y sus comportamientos, pero sí cabe recordar que los diversos estudios han demostrado como elementos incluidos en cada unos de estos grupos actúan favoreciendo la agresión a la mujer.
 
Tal y como destaca Elena LARRAURI (1994) (2) se ejerce un control INFORMAL por medio de las normas sociales y definido como “todas aquellas respuestas de que suscitan determinados comportamientos que vulneran las normas sociales que no cumplen las expectativas de comportamiento asociadas a un determinado género o rol”. Este control existe en toda la sociedad ( control doméstico, médico, mundo laboral, control público difuso -“este no es sitio o no son horas para una mujer”-). Pero también existe un control FORMAL representado por el propio derecho penal, donde la autora encuentra un tratamiento distinto de la mujer, en la propia norma o en las posibilidades de su aplicación.
 
Estas circunstancias nos han permitido definir el SÍNDROME DE AGRESIÓN A LA MUJER (SAM) (LORENTE, 1998) (3) como “AGRESIONES SUFRIDAS POR LA MUJER COMO CONSECUENCIA DE LOS CONDICIONANTES SOCIOCULTURALES QUE ACTÚAN SOBRE EL GÉNERO MASCULINO Y FEMENINO, SITUÁNDOLA EN UNA POSICIÓN DE SUBORDINACIÓN AL HOMBRE, Y MANIFESTADAS EN LOS TRES ÁMBITOS BÁSICOS DE RELACIÓN DE LA PERSONA: MALTRATO EN EL MEDIO FAMILIAR, AGRESIÓN SEXUAL EN LA VIDA EN SOCIEDAD Y ACOSO EN EL MEDIO LABORAL”.
 
    El síndrome queda definido como un hecho general caracterizado por la realización de una serie de conductas agresivas hacia la mujer en las que la violencia se desarrolla bajo unas especiales circunstancias, persiguiendo unos determinados objetivos y motivado por una serie de factores comunes.
 
Por todo lo anterior consideramos el Síndrome de Maltrato a la Mujer (LORENTE,1998) (3) como el “CONJUNTO DE LESIONES FÍSICAS Y PSÍQUICAS RESULTANTES DE LAS AGRESIONES REPETIDAS LLEVADAS A CABO POR EL HOMBRE SOBRE SU CONYUGUE, O MUJER A LA QUE ESTUVIESE O HAYA ESTADO UNIDO POR ANÁLOGAS RELACIONES DE AFECTIVIDAD”.
 
El síndrome de maltrato a la mujer (SIMAM) viene definido, pues, por un cuadro lesional resultante de la interacción de los tres elementos que intervienen en las lesiones: el agresor, la víctima y las circunstancias del momento o contexto. Ello quiere decir que no toda lesión producida a una mujer debe considerarse como un síndrome de maltrato, sino que deben existir una serie de características que estudiaremos a continuación.
 

AGRESOR

    El agresor es alguien que mantiene o ha mantenido una relación afectiva de pareja con la víctima.
    La primera gran característica de los autores de estos hechos es que no existe ningún dato específico ni típico en la personalidad de los agresores. Se trata de un grupo heterogéneo en el que no existe un tipo único, apareciendo como elemento común el hecho de mantener o haber mantenido una relación sentimental con la víctima.
    Los estudios realizados en este sentido se han dirigido en diferentes direcciones y han puesto de manifiesto algunas características generales. Entre ellas destaca el hecho de que el factor de riesgo más importante es haber sido testigo o víctima de violencia por parte de los padres durante la infancia o adolescencia, y que entre las razones y motivaciones existentes en este tipo de hechos están la necesidad de control o de dominar a la mujer, sentimientos de poder frente a la mujer y la consideración de la independencia de la mujer como una pérdida de control del hombre. Con frecuencia los hombres atribuyen las  agresiones hacia sus parejas al hecho de no haber desempeñado correctamente sus obligaciones de buenas esposas.  HOATLING (1989) (4) encontró entre las respuesta de los agresores que el propósito primario de la violencia era “intimidar”, “atemorizar” o “forzar a la otra persona a hacer algo”. De este modo, como SONKIN y DUNPHY (1982) (5) observaron, muchos hombres maltratan simplemente porque funciona como medio de obtener sus objetivos, lo cual supone una crítica al argumento emocional o situacional que escapa al control del agresor, también  actúa como una salida segura para la frustración que pueda tener, tanto si esta proviene de dentro del hogar como si lo hace de fuera. La gratificación obtenida al establecer el control por medio de la violencia también puede reforzar a los agresores y hacerlos persistir en esta actitud. Por lo tanto, como resumen, podemos establecer que la gratificación por el uso de la violencia frente  a sus parejas (esposas o novias) puede ser debida a:
 
 1.-Liberación de la rabia en respuesta a la percepción de un ataque a la posición de cabeza de familia o de déficit de poder.
 2.-Neutralización temporal de los intereses sobre dependencia o vulnerabilidad.
 3.-Mantenimiento de la dominancia sobre la compañera o sobre la situación.
4.- Alcanzar la posición social positiva que tal dominación le permite.
 
No se han encontrado diferencias significativas en relación a la edad, nivel social, educación, … Sí se ha hallado una mayor incidencia de conductas antisociales en estos hombres, pero sin que se haya determinado de forma consistente un patrón psicopatológico en los individuos que agreden a su pareja.
    A pesar de estos resultados, generalmente basados en muestras relacionadas con episodios de maltrato en el medio familiar, debemos tener en cuenta que la mayoría de estos agresores no se encuentran envueltos o relacionados en hechos criminales o disturbios públicos. Estos casos caracterizados por una gran violencia al ser más conocidos y llamativos producen una especie de efecto umbral sobre la sociedad que identifica el maltrato con ellos minimizando los restantes.
 
Como hemos visto no existe, pues, una característica clara en la personalidad de los agresores estudiados, haciendo hincapié en la heterogeneidad de este grupo de individuos. Esto ha hecho que se estudien algunos factores o circunstancias que han favorecido la adopción de esa peculiar forma de conducta violenta.
 
  Las características del agresor son los elementos que más condicionan al síndrome. A pesar de que en la mayoría de los casos el agresor es una persona “normal” que no se puede encuadrar dentro del grupo de las psicopatías o trastornos de la personalidad ni como enfermo mental, es importante conocer que en algunos casos el agresor puede padecer algún tipo de trastorno o patología mental, aunque sería una mínima proporción del total de los casos y bajo ningún supuesto puede interpretarse como un justificante, ya que no existe ninguna enfermedad que justifique la agresión a la mujer de forma específica.  Nos referimos al grupo que hemos denominado como “agresor patológico”.
 
  Las alteraciones que pueden suponer una agresividad más acentuada se pueden encuadrar en los siguientes grupos: Trastornos de la personalidad (trastornos de la personalidad   paranoide, antisocial, límite y  pasivo-agresivo) y enfermedades mentales (enfermedades orgánicas -traumatismos craneoencefálicos, epilepsia,…-, psicosis funcionales -esquizofrenia, psicosis paranoide, psicosis maniaco-depresiva-,…)
 
    Un grupo aparte por la frecuencia con la que aparece y por los razonamientos que se hacen alrededor del mismo son el del ALCOHOL y las SUSTANCIAS TOXICAS. En estos casos hay que diferenciar entre la relación de la agresividad y la personalidad del consumidor, que podría llevarnos a cualquiera de los otros grupos de agresores, y la acción directa de las sustancias tóxicas sobre la personalidad. Muchos autores consideran el consumo de sustancias tóxicas como un suicidio crónico y, por tanto, como una forma de autoagresividad. También se ha comprobado como la mayoría de estas sustancias conducen a un estado de intoxicación en el que la heteroagresividad está aumentada, no sólo por la acción sobre la fisiología del organismo, sino también por los factores ambientales en los que se desenvuelven estos individuos. En general la agresividad viene condicionada fundamentalmente por la desinhibición que producen estas sustancias y por el contexto, por lo que el grado de agresividad puede ser muy variable, dependiendo de la participación de cada uno de los componentes.
 
    En todos estos casos debe llegarse a la conclusión de AGRESIVIDAD PATOLÓGICA por medio del diagnóstico del proceso o enfermedad en la que se enraíza y de la que surge la conducta violenta, sin que esta justifique la anormalidad clínica del sujeto, y siempre considerando que pueden existir características de diferentes tipos de agresores en un mismo individuo.
 
    Desde el punto de vista clínico resulta importante llegar a un diagnóstico del agresor patológico desde un primer momento para iniciar las medidas oportunas y evitar nuevos episodios de agresión, que en algunos casos pueden traer fatales consecuencias por partir de enfermos mentales sin los recursos psicológicos suficientes para poder inhibir sus acciones.
 

VICTIMA

En este tipo de hechos la víctima presenta una serie de características que hacen pensar a priori que gran parte de la situación viene condicionada por ella.
Los primeros estudios centrados sobre la víctima, partiendo de la base de que la conducta es el reflejo de la interacción de la persona con una situación, llevaron a dicha conclusión, pensando que determinadas características de algunas mujeres hacían que tuvieran una mayor probabilidad de ser maltratadas. Estos trabajos se basaron en el estudio de mujeres que habían sido agredidas, las cuales presentaban una serie de síntomas que fueron considerados como causa de la violencia frente a ellas (SCHULTZ, 1960 (6); KLECKNER, 1978 (7); SYMONDS, 1979 (8); WALKER, 1979 (9)).
 
Estudios posteriores demostraron que los trabajos anteriores fallaban en el análisis de la interacción entre las personas y la situación, confundiendo la etiología con las consecuencias del trauma, quedando por tanto desacreditados. Analizando tres grupos de mujeres, por un lado víctimas de malos tratos que no han adoptado ninguna conducta para acabar con la situación hasta fases avanzadas, por otro mujeres que han adoptado una actitud más activa en contra de la agresión y finalmente otro grupo formado por mujeres que no han sido víctimas de dicha agresión, se llegó a la conclusión de que no existen diferencias en las características de la personalidad entre los tres grupos (KOSS, 1991) (10). Si se encontró (KOSS y DINERO, 1989) (11) un “perfil de riesgo”, en las que el riesgo de ser maltratadas era dos veces más elevado que en el resto, pero sólo afectaba al 10% de las mujeres. El principal factor de riesgo eran los ANTECEDENTES DE ABUSO SEXUAL DURANTE LA INFANCIA y las consecuencias reflejadas como alteraciones de conducta derivadas de los mismos. Este hecho, por lo tanto, caracteriza a ambos, al agresor y a la víctima.
 
  Tampoco se encontraron en las víctimas relaciones consistentes con los ingresos económicos, nivel de educación, ser o no ama de casa, pasividad, hostilidad, integración de la personalidad, auto-estima, ingesta de alcohol o emplear violencia con los niños. Del mismo modo, no se hallaron evidencias en relación al estatus que la mujer ocupa, al trabajo que desempeña, a las conductas que realiza, a su perfil demográfico o a las características de su personalidad. Ninguno de estos factores influyen de forma significativa en las posibilidades de que sufran una agresión en su vida familiar.
 
    Por el contrario, las características del hombre con el que la mujer mantiene la relación actúan como marcadores más apropiados para conocer el riesgo de que una mujer llegue a ser víctima de la agresión de su pareja. Esta situación hizo afirmar a HOTALING y SUGARMAN (4) que “el precipitante más influyente para la víctima es ser mujer. La victimización de las mujeres puede ser mejor comprendida como la realización de una conducta masculina”.
 
    La explicación del porqué se llega a producir una victimización tras los abusos en la infancia ha sido aportada por diferentes estudios clínicos, apuntando que el hecho de abusar sexualmente de un niño va asociado con un mayor riesgo de revictimización en fases más avanzadas de su vida por diferentes tipos de agresores, incluyendo a sus parejas. Los clínicos han especulado que puede ser debido a una ausencia de oportunidad para desarrollar mecanismos de protección adecuados combinado con otros efectos postraumáticos, tales como la dificultad de análisis de la situación o de las personas en relación al peligro, el fatalismo relacionado a la depresión o la sensación de incapacidad y desamparo. También puede deberse a respuestas alteradas por la amenaza de peligro, que van desde la negación y aturdimiento psíquico hasta la disociación (HERMAN,1992) (12).
 
   Quedan, pues, desacreditadas las teorías que argumentaban que la causa del maltrato era el “masoquismo de la mujer” basadas en que la mayoría de las víctimas expresan amor por sus agresores.
 

CONTEXTO SOCIO-CULTURAL

    Las características de las normas culturales y el papel del género en la conducta sobre el tipo de hechos que estamos analizando podemos resumirlos en los siguientes puntos:
 
 –  La violencia funciona como un mecanismo de control social de la mujer y sirve para reproducir y mantener el status quo de la dominación masculina. De hecho las sociedades o grupos dominados por las ideas “masculinas” tienen mayor incidencia de agresiones a la mujer. Los mandatos culturales, y a menudo también los legales, sobre los derechos  y privilegios del papel del marido  han legitimado históricamente un poder y dominación de este sobre la mujer, promoviendo su dependencia económica de él y garantizándole a este el uso de la violencia y de las amenazas para controlarla.
 
   –  La conducta violenta frente a la mujer se produce como patrones de conducta aprendidos y transmitidos de generación a generación. La transmisión se hace fundamentalmente en los ambientes habituales de relación.
   –  Las mismas normas sociales minimizan el daño producido y justifican la actuación violenta del marido. Se intenta explicar atribuyéndola a trastornos del marido o, incluso, de la mujer. Por mucho que el hombre tenga problemas de estrés, de alcohol, de personalidad, curiosamente la violencia sólo la ejerce sobre la mujer, no contra un conocido o amigo, y, por supuesto, nunca contra su jefe. También influyen toda la serie de mitos antes recogidos que perpetúan la violencia y niegan la asistencia adecuada a estas víctimas.
   – El modelo de conducta sexual condicionado por el papel de los géneros también favorece en algunos casos la existencia de una actitud violenta contra la mujer al tratarse de un modelo androcéntrico. Existen una serie de factores que favorecen esta agresividad, entre los que se encuentran:  Los patrones de hipermasculinidad, el inicio de un mayor grado de relación sentimental, la duración prolongada de la relación y los modelos sexuales existentes, que contienen una tensión intrínseca entre hombres y mujeres, creando la posibilidad o las condiciones para que se produzcan errores en la comunicación que desemboquen en una situación de violencia frente a la mujer.
   –  Por el contrario, el alcohol, tantas veces esgrimido como causante o precipitante del maltrato, ha sido eliminado como un factor etiológico directo de este tipo de violencia. Se ha comprobado que actúa de forma general como desinhibidor y de forma particular como excusa para el agresor y como elemento para justificar la conducta de este por parte de la víctima.
 

LESIONES FÍSICAS

    Las lesiones producidas en los casos de agresiones por parte del hombre abarcan toda la tipología lesional de la traumatología forense, desde simples contusiones y erosiones, hasta heridas por diversos tipos de armas. Del mismo modo, las regiones anatómicas que se pueden afectar cubren todas las posibilidades, así como las distintas estructuras orgánicas (piel, mucosas, huesos, vísceras, …). No obstante, el cuadro lesional mas frecuente suele estar conformado por excoriaciones, contusiones y heridas superficiales en la cabeza, cara, cuello, pechos y abdomen.
    El cuadro típico en el momento del reconocimiento viene determinado por múltiples y diferentes tipos de lesiones con combinación de lesiones antiguas y recientes, así como referencias vagas de molestias y dolores cuya naturaleza no se corresponde con lo referido por la mujer en el motivo de consulta.
    A diferencia del Síndrome del Niño Maltratado, resulta típico de este cuadro, la presencia de lesiones de defensa, la inexistencia de lesiones que indiquen extrema pasividad de la víctima (quemaduras múltiples por cigarrillos, pinchazos leves repetidos sobre una misma zona, …), así como la localización de gran parte de las lesiones (o las más intensas) en zonas no visibles una vez que la mujer está vestida. STARK, FLITCRAFT y FRAZIER (1979) (13) encontraron que las víctimas de este tipo de agresiones presentaban una probabilidad 13 veces más alta de tener  lesiones en los pechos, tórax o abdomen que las víctimas de otros accidentes. En este sentido suele ser muy frecuente la expresión de la mujer que manifiesta: “mi marido ha aprendido a agredir: me pega, pero no me señala”.
    En un reciente trabajo realizado sobre 9000 mujeres que acudieron a los servicio de urgencias de diez hospitales diferentes MUELLERMAN (1996) (14) encontró como datos significativos que la lesión más típica en las mujeres maltratadas era la rotura del tímpano, y que tienen mayor probabilidad de presentar lesiones en la cabeza, tronco y cuello. Las no maltratadas, por el contrario, suelen sufrir las lesiones con mayor frecuencia en la columna vertebral y extremidades inferiores.
    Las circunstancias de las que depende el cuadro lesional son (BROWNE, 1987) (15): el grado de violencia empleado, la repetición seguida de la agresión y la unión del maltrato a otro tipo de hechos.
    Estos dos últimos factores, la repetición de los hechos y la unión a otras acciones dentro de un incidente, aumentan la capacidad lesiva, ya que conllevan un incremento del grado de violencia y hacen, además, que la víctima sea incapaz de recuperarse para protegerse de la siguiente agresión al encontrarse física y psicológicamente aturdida por la rapidez de los sucesos (PATTERSON, 1982 (16); REID et al, 1981 (17)).
    A pesar de lo anterior muchas de las víctimas se abstienen  de acudir a un hospital, incluso cuando hay lesiones de cierta intensidad debido a la vergüenza, a las amenazas por parte del agresor si busca cualquier tipo de ayuda y al temor a que el hospital comunique al juzgado el origen de sus lesiones y se tomen medidas que puedan afectar a su familia.
    Otro dato significativo es que la mayoría de las mujeres que han sido víctimas de estos hechos y que se deciden a ir al médico como consecuencia de sus lesiones, cada vez que vuelven a acudir lo hacen con lesiones más graves (KOSS et al, 1991) (10).
 

Lesiones PSÍQUICAS

Los trabajos realizados durante los últimos quince años han demostrado que la sintomatología psíquica encontrada en las víctimas debe ser considerada como una secuela de los ataques sufridos, no como una situación anterior a ellos (MARGOLIN, 1988) (18). Los estudios en dicho sentido se llevaron a cabo  realizando análisis comparativos con la respuesta humana al trauma, existiendo una correlación estrecha entre la sintomatología desarrollada por las víctimas del maltrato y la respuesta a determinadas situaciones estresantes.
Las lesiones psíquicas pueden ser agudas, tras la agresión, o las denominadas lesiones a largo plazo, aparecidas como consecuencia de la situación mantenida de maltrato.
 

Lesiones Psíquicas AGUDAS.

    Alexandra SYMONDS propuso en 1979 (8) la denominada “Psicología de los sucesos catastróficos” como un modelo útil con el que analizar las respuestas emocionales y conductuales de las mujeres frente a las que se había dirigido algún tipo de violencia, observando que las reacciones a los traumas ocasionados por sus parejas están muy próximas a las de los supervivientes de diferentes tipos de sucesos traumáticos.
    Al igual que otras víctimas, la primera reacción normalmente consiste en una autoprotección y en tratar de sobrevivir al suceso (KEROUAC y LESCOP, 1986) (19). Suelen aparecer reacciones de shock, negación, confusión, abatimiento, aturdimiento y temor. Durante el ataque, e incluso tras este, la víctima puede ofrecer muy poca o ninguna resistencia para tratar de minimizar las posibles lesiones o para evitar que se produzca una nueva agresión (WALKER, 1979 (9); BROWNE, 1987 (15)).
     Estudios clínicos han comprobado que las víctimas de malos tratos viven sabiendo que en cualquier momento se puede producir una nueva agresión. En respuesta a este peligro potencial, algunas de las mujeres desarrollan una extrema ansiedad, que puede llegar hasta una verdadera situación de pánico. La mayoría de estas mujeres presentan síntomas de incompetencia, sensación de no tener ninguna valía, culpabilidad, vergüenza y temor a la pérdida del control. El diagnóstico clínico que se hizo en la mayor parte de los casos fue el de depresión (HILBERMAN, 1980) (20). El seguimiento de las víctimas ha demostrado como la sintomatología se va modificando y como tras el tercer incidente el componente de shock desciende de forma significativa. BROWNE (15) ha comprobado como estas mujeres a menudo desarrollan habilidades de supervivencia más que de huida o de escape, y se centran en estrategias de mediar o hacer desaparecer la situación de violencia.
 
    Existen dos condicionamientos fundamentales típicos del SIMAM en relación a las lesiones psíquicas:
   – La repetición de los hechos da lugar a un mayor daño psíquico, tanto por los efectos acumulados de cada agresión, como por la ansiedad mantenida durante el período de latencia hasta el siguiente ataque.
   –  La situación del agresor respecto a la víctima. Desde el punto de vista personal el agresor es alguien a quien ella quiere, alguien a quien se supone que debe creer y alguien de quien, en cierto modo, depende. Desde el punto de vista general las mujeres agredidas mantienen una relación legal, económica, emocional y social con él.
    Todo ello repercute en la percepción y análisis que hace la mujer para encontrar alternativas, viéndose estas posibilidades limitadas y resultando muy difícil la adopción de una decisión. La consecuencia es una reinterpretación de su vida y de sus relaciones interpersonales bajo el patrón de los continuos ataques y del aumento de los niveles de violencia, lo cual hace que la respuesta psicológica al trauma y la realidad del peligro existente condicionen las lesiones a largo plazo.
 

Lesiones Psicológicas A LARGO PLAZO.

Las reacciones a largo plazo de las mujeres que han sido agredidas física y psíquicamente por sus parejas incluyen temor, ansiedad, fatiga, alteraciones del sueño y del apetito, pesadillas, reacciones intensas de susto y quejas físicas: molestias y dolores inespecíficos (GOODMAN et al, 1993-a y b) (21) (22). Tras el ataque las mujeres se pueden convertir en dependientes y sugestionables, encontrando muy difícil tomar decisiones o realizar planes a largo plazo. Como un intento de evitar un abatimiento psíquico pueden adoptar expectativas irreales en relación a conseguir una adecuada recuperación, persuadiéndose ellas mismas de que pueden reconstruir en cierto modo la relación y que todo volverá a ser perfecto (WALKER, 1979) (9). Como ocurre en todas las víctimas de la violencia interpersonal, las mujeres agredidas por sus parejas aprenden a sopesar todas las alternativas frente a la percepción de la conducta violenta del agresor. Aunque esta actitud es similar a aquella producida en otros tipos de agresiones o en situaciones de cautividad, los efectos en las víctimas del maltrato están estructurados sobre la base de que el agresor es alguien al que están o han estado estrechamente unidas, y con el que mantienen cierto grado de dependencia (BROWNE, 1991) (23). En dichos casos la percepción de vulnerabilidad, de estar perdida, o de traición pueden aparecer de forma muy marcada (WALKER, 1979) (9).
 
    El primer gran estudio que se llevó a cabo sobre la respuesta psicológica de mujeres envueltas en relaciones en las que eran maltratadas fue publicado por Lenore WALKER en 1979 (9), recogiendo los efectos potenciales a largo plazo que podían aparecer en las relaciones de pareja en las que el hombre agredía a la mujer. El resultado fue la descripción de una serie de síntomas entre los que destacaban los sentimientos de baja autoestima, depresión, reacciones de stress intensas y sensación de desamparo e impotencia. A estos síntomas unía las manifestaciones de las víctimas refiriendo e insistiendo en la incapacidad para controlar el comportamiento violento de sus agresores. Sin embargo, en contra de lo que se esperaba, estas mujeres presentaban un elevado control interno, quizá porque están muy pendientes de manejar sus propias respuestas al trauma y a las amenazas, al mismo tiempo que se encuentran inmersas en las necesidades de la familia y en otras responsabilidades.
 
    Otros estudios (ROMERO, 1985) (24) han comparado las reacciones de las mujeres maltratadas con las de los prisioneros de guerra, encontrando tres áreas comunes a ambos tipos de víctimas:
 1.- El abuso psicológico que se produce dentro de un contexto de amenazas de violencia física conduce al temor y debilitación de las víctimas.
 2.- El aislamiento de las víctimas respecto a anteriores fuentes de apoyo (ej. amigos o familia) y a las actividades fuera del ambiente hogareño conllevan a una dependencia al agresor y la aceptación o validación de las acciones del agresor y de sus puntos de vista.
 3.- Existe un refuerzo positivo de forma intermitente ocasionado por el temor y la pérdida personal que refuerza la dependencia emocional de la víctima a su agresor.
 
 El resultado de la situación descrita y la consecuente reacción psicológica a largo plazo configura el denominado SÍNDROME DE LA MUJER MALTRATADA (SIMUM), el cual hace referencia a las alteraciones psíquicas y  sus consecuencias por la situación de maltrato permanente. Este síndrome no debe confundirse con el Síndrome de Agresión o Maltrato a la mujer, ya que estos se centran en el cuadro lesional y las características de los elementos que lo configuran, siendo el síndrome de la mujer maltratada consecuencia del maltrato a la mujer.
    Estas alteraciones junto con el aislamiento de la mujer que el agresor va consiguiendo respecto a los diferentes puntos de apoyo de la mujer, así como el contexto socio-cultural que minimiza los hechos, justifica o trata de comprender más al agresor que a la víctima, explica, entre otras razones, porqué es tan difícil salir de esta relación para l mujer, o cómo se puede producir reacciones de agresividad de la mujer hacia el agresor.
 

MECANISMOS DE PRODUCCIÓN.

    La agresión sobre la mujer puede producirse por acción u omisión, al igual que la mayoría de los cuadros lesionales de la traumatología forense.
    La intencionalidad del agresor es producir un daño en la víctima que sirva como argumento a su intención de dominar a la mujer. La forma de llevar a cabo la agresión dependerá de muchos factores, que oscilan entre la propia personalidad del agresor y la oportunidad de realizar determinadas conductas claramente influidas por factores contextuales.
    La posición más o menos consciente del agresor en los hechos, a veces con formas muy particulares de entender la violencia y con la pretensión de unos objetivos concretos, hace que la agresión se produzca en la mayoría de los casos “por acción”. Esta conducta ocasiona lesiones físicas de diferente tipo, y lesiones psíquicas. Destacan de forma especial por la aparición combinada de ambos tipos de lesiones las agresiones sexuales ya que su trascendencia y su significado afectan a lo más básico de la personalidad de la víctima.
    Con independencia de las agresiones puntuales, la actitud entre los episodios suele caracterizarse por un maltrato psíquico en forma de insultos en público y en privado, intentos de ridiculizar a la mujer ante otras personas, controlar sus gastos, movimientos y llamadas telefónicas, exigir el cumplimiento de las tareas domésticas, …
    Pero, por otra parte, más fácilmente desapercibidas, incluso por la propia víctima durante periodos de tiempo prolongados, también se producen lesiones “por omisión”. Nos encontramos con carencias afectivas, exponer a la víctima a peligros físicos y no advertirle o ayudarle a evitarlos, sobrecargar y no colaborar en los trabajos domésticos, hacerla pasar por torpe o despistada cambiando voluntariamente objetos y prendas de vestir de lugar, …
    La utilización combinada de ambos mecanismos, hecho habitual, puede conducir a un daño que la repetición y prolongación en el tiempo, acompañada de modificaciones bruscas y sin motivos del estado de ánimo del agresor, convierten a esta actitud en una conducta sólo comparable con algunas torturas.

    Estas alteraciones junto con el aislamiento al que se ve sometido la mujer, así como el contexto socio-cultural que minimiza la agresión, justifica o trata de comprender más al agresor que a al víctima, explica, entre otras razones que escapan al presenta trabajo, porqué resulta tan difícil para la mujer salir de esta relación y porqué se pueden producir reacciones en la mujer de gran agresividad hacia su agresor habitual.

 

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