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Ideología y control: el paralelo entre la esclavitud y la sumisión femenina

Ideología y control: el paralelo entre la esclavitud y la sumisión femenina

Si lo miramos con atención, hay algo inquietantemente parecido entre el dominio que los colonizadores ejercieron sobre los esclavos y el control que el patriarcado ha sostenido sobre las mujeres. No es solo la manera de justificar la opresión; también los métodos para sostenerla. En ambos casos, hablamos de estructuras gigantes que se apoyan en ideas culturales, leyes hechas a medida y supuestas “verdades” científicas que, más que verdades, son excusas con bata blanca.

De entrada, lo primero que se hace para dominar es construir una buena justificación. Una que suene razonable, casi ética. Los colonizadores, por ejemplo, no se presentaban como villanos: usaban teorías racistas y pseudocientíficas para convertir la esclavitud en algo “natural”. Inventaban cosas tan absurdas como la “drapetomanía”, una supuesta enfermedad mental de los esclavos que querían escapar. Imagínate: querer ser libre era un síntoma clínico. Así de retorcido era el sistema.

Y, en paralelo, el patriarcado hizo algo muy similar con las mujeres. Se repitieron hasta el cansancio esas narrativas de que éramos menos capaces, menos racionales, menos todo. Además, se le añadió el toque “científico” (entre muchas comillas), que decía que el cerebro de la mujer no era apto para ciertas cosas como liderar, estudiar o participar en política. Todo eso fue formando una especie de prisión invisible que aún hoy cuesta desarmar.

Pero claro, no bastaba con decirlo. Había que hacerlo vivir en la piel, convertirlo en realidad cotidiana. En el caso de los esclavos, esto se lograba con leyes durísimas, castigos brutales, y un sistema económico que los dejaba completamente atrapados. Incluso destruir familias formaba parte de la estrategia: borrar sus raíces, su identidad, su fuerza colectiva.

Y otra vez, si miramos al patriarcado, vemos el mismo patrón: roles de género impuestos, leyes que impedían a las mujeres tener propiedades, votar, decidir sobre su cuerpo. Y cuando todo eso fallaba, estaba la violencia, que funcionaba —y sigue funcionando— como un recordatorio brutal de quién manda.

Ahora bien, para que todo esto no se vea tan forzado, hay que presentarlo como algo natural, casi inevitable. Los colonizadores, por ejemplo, se encargaban de repetir que la jerarquía racial era algo lógico, como si viniera inscrito en la biología. Así, la desigualdad no solo era legal, también parecía “normal”.

Y el patriarcado hizo exactamente lo mismo: justificar la sumisión de las mujeres por nuestras diferencias físicas o emocionales, como si nacer mujer viniera con un manual que dijera “destinada al hogar y la crianza”. No es coincidencia: es estrategia.

Y cuando todo lo anterior no funcionaba —cuando alguien se atrevía a resistir— el sistema sacaba su carta trampa: patologizar la resistencia. En el caso de los esclavos, la rebeldía era tratada como una enfermedad. Lo de la “drapetomanía” no era chiste. También hablaban de “disestesia etíope” para referirse a la supuesta pereza de quienes no querían someterse. Así anulaban cualquier intento de libertad, diciendo que era producto de una mente rota.

A las mujeres que alzaban la voz, se las trataba de “histéricas”, “inestables”, “demasiado emocionales”. Y eso bastaba para descartarlas, ridiculizarlas, dejarlas fuera del debate. ¿Quién iba a escuchar a una mujer “fuera de sí”? Así se invisibilizaban luchas reales y urgentes.

Sí, se abolió la esclavitud. Pero ojo, que las ideas que la sostenían no desaparecieron. Solo mutaron. Pasaron a vestirse de políticas de segregación, de diferencias económicas brutales, de prejuicios modernos. Y aún hoy hay quien no las ve —o no quiere verlas—.

Lo mismo pasa con el patriarcado. El feminismo ha logrado muchísimo, eso es innegable. Pero el sistema no se fue: simplemente se volvió más sutil, más disfrazado. Sigue presente en lo cultural, en lo económico, en las leyes que aún hoy excluyen, limitan o ignoran.

Así que no, la lucha no ha terminado. Ha cambiado de forma, de cara, pero sigue ahí. Y reconocerla es el primer paso para seguir empujando, con fuerza, con inteligencia, y también con ternura.

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