La Carga mental y yo
El agua del grifo caía en hilos delgados sobre la vajilla del desayuno. María dejó que el sonido la envolviera mientras sus manos se movían por inercia—plato, vaso, cuchara—en una danza que ya no requería pensamiento. Pero el pensamiento estaba ahí de todos modos, girando como un motor que nunca se apaga.
El bocadillo sin gluten para Ana. La cita del pediatra que lleva tres semanas sin pedir. El seguro del coche que vence el viernes.
Sus dedos encontraron una mancha de mermelada en el filo del plato y la frotó con más fuerza de la necesaria. Desde el salón llegaba el murmullo del televisor y la respiración pesada de su marido, que había dejado el café a medias para tumbarse en el sofá. Los niños habían salido ya, pero sus ausencias eran presencias: Luis con esa mirada huidiza de los últimos días, Ana que anoche tosía y que hoy llevaba una camiseta que ayer estaba sucia pero que alguien—ella—había lavado, tendido y planchado mientras el mundo dormía.
El agua siguió cayendo.
María cerró el grifo y se quedó inmóvil frente al fregadero, las manos húmedas colgando a los costados. La cocina estaba en orden—siempre estaba en orden porque el desorden era una piedra más en el montón de piedras que cargaba en algún lugar entre el pecho y la garganta.
Nadie piensa, se dijo. Nadie piensa excepto tú.
Se miró a los ojos en el reflejo y se hizo una pregunta que llevaba años sin hacerse:
¿Cuándo fue la última vez que alguien se preguntó qué necesitaba ella?
La respuesta llegó tan rápida y tan clara que tuvo que apoyarse otra vez en la encimera.
Nunca.
Y esa palabra, esa palabra pequeña y redonda como una piedra, se le quedó en la garganta como algo que necesitaba ser escupido.
Fuera, el mundo seguía girando. Dentro, el animal del pensamiento masticaba. Y ella seguía ahí, inmóvil entre la cocina ordenada y la ventana que reflejaba su cansancio, entendiendo por primera vez que la carga que llevaba no era suya por naturaleza.
Era suya por costumbre.
Y las costumbres, se dijo mientras el día se volvía naranja detrás del cristal, las costumbres se pueden cambiar.
Solo hacía falta decidir cuándo empezar.